Me resulta muy difícil trasladar las emociones sentidas el pasado día 26 de abril en el Homenaje a Federico García Lorca. Soy consciente de que no lo conseguiré ni con palabras- me temo que esta será una pálida crónica-, ni, pese al tópico, tampoco con imágenes: el vídeo que acompaña esta entrada está lastrado por las limitaciones de una cámara de vídeo doméstica y, por supuesto, por la impericia técnica de quien esto escribe. No obstante, desde mi posición de privilegiado espectador para grabar el vídeo, procuraré comunicar lo que tuve la fortuna de contemplar y admirar.
El día 26 de abril en el instituto, Lorca tomó la palabra y nos explicaba algunos de los hechos fundamentales de su vida, en un guión perfectamente medido y meditado. Ese Lorca, que cobró vida en la escena y, otras veces, desde una voz en off, nos presentaba, asimismo, sus mejores poemas, que vivían en las voces de los recitadores. Estos no solo eran acompañados por los músicos que interpretaban en directo, sino que se producía un diálogo entre recitadores y músicos, entre música y poesía: Canción del jinete, La guitarra, Soneto de la dulce queja… Y, ciertamente, ese diálogo era incluso más acabado en el caso de las canciones. Difícilmente olvidaremos las versiones de La canción del mariquita, del Romance sonámbulo, con que culminó la primera parte, de la Gacela del amor desesperado cantada por el coro, o La leyenda del tiempo, que coronó y cerró el espectáculo.
Pero no sólo gozamos de la poesía, de la música y de las canciones. También en la escena- e incluso fuera de ella- los bailaores y bailaoras, así como las dos bailarinas clásicas, en Pequeño vals vienés, se incorporaban, se sumaban y se fundían con la voz poética y la música. Así, la dirección escénica multiplicaba con habilidad los focos de atención. En ocasiones, en un extremo de la escena el recitador nos trasladaba la hermosa poesía lorquiana; en el centro, los bailaores ejecutaban su baile y, más abajo, los músicos interpretaban en directo sus piezas musicales. Otras veces, un coro, que se incorporó al homenaje atravesando el patio de butacas para sorpresa del público, cantaba, acompañado por una guitarra, poemas de Lorca desde el centro del escenario que había ocupado y, más abajo, iluminado por un foco de luz que las iluminaba y seguía, dos bailaoras se entrelazaban con finura.
Quizás pudiera pensarse que esa diversidad de artes confundiría el espectáculo y al espectador. No fue así, en absoluto. Se asistió a una obra total. Fue prodigioso, casi milagroso, cómo- con limitados recursos técnicos y pese a la complejidad y desafío que se planteaban (más de 50 personas, y poesía, danza, cante, música y baile en directo)- de una manera armónica, con elegancia y aparente facilidad, la iluminación, el sonido, el fondo audiovisual, que siempre apoyaba y enriquecía lo que se presenciaba, conducían las entradas y salidas, la participación de tantos y tan variados artistas. Y digo artistas con convencimiento. Además, junto a esa emoción artística que nos transmitieron, creo que buena parte del público compartió (compartimos) otro sentimiento: un legítimo orgullo de pertenecer a un grupo (de profesores y alumnos) que entienden que la creatividad es esencial para el aprendizaje en un centro educativo.
Y en este punto final- a nadie se le oculta-, ha de agradecerse, en justicia, el tiempo (infinitas horas), la dedicación, la entrega desinteresada, pero apasionada de todos los participantes para, de una manera colaborativa, poner en pie este gran espectáculo, que, en términos flamencos, tenía ángel y duende, nos pellizcó en el corazón.