¿La muerte del libro?

Traslado una interesante conferencia que con el título ¿La muerte del libro? pronunció Roger Chartier. Como en otras ocasiones, se pone el acento en cómo el medio digital como soporte conduce a una lectura fragmentada, discontinua.

El mundo digital nos acerca cada día más a la biblioteca universal abarcando todos los libros que fueron publicados, todos los textos que fueron escritos. Pero la lectura frente a la pantalla es una lectura que transforma la relación con las obras del pasado o del presente. Es generalmente una lectura discontinua, que busca a partir de palabras clave o rúbricas temáticas el fragmento textual del cual quiere apoderarse (un artículo en un periódico, un capítulo en un libro, una información en un web site) sin que sea percibida la identidad y la coherencia de la totalidad textual que contiene este elemento. En cierto sentido, en el mundo digital todas las entidades textuales son como bancos de datos que procuran fragmentos cuya lectura no supone de ninguna manera la comprensión o percepción de las obras en su identidad singular.

La originalidad y la importancia de la revolución digital […] obliga al lector contemporáneo a abandonar todas las herencias que lo han formado, ya que la textualidad digital no utiliza más la imprenta (por lo menos en su forma tipográfica), ignora el libro unitario1 y está ajena a la materialidad del códex2. Es al mismo tiempo una revolución de la modalidad técnica de la reproducción de lo escrito, una revolución de la percepción de las entidades textuales y una revolución de las estructuras y formas más fundamentales de los soportes de la cultura escrita. De ahí, a la vez, la inquietud de los lectores, que deben transformar sus hábitos y percepciones, y la dificultad para entender una mutación que lanza un profundo desafío tanto a las categorías que solemos manejar para describir la cultura escrita como a la identificación entre el libro entendido como una obra y como un objeto cuya existencia empezó durante los primeros siglos de la era cristiana y que parece amenazado en el mundo de los textos electrónicos.

“Se habla de la desaparición del libro; y creo que es imposible”, declaró Borges en 1978. No tenía totalmente razón, ya que en su país hacía dos años que se quemaban libros y que desaparecían autores o editores asesinados. Pero su diagnóstico expresaba otra cosa: la confianza en la sobrevivencia del libro frente a los nuevos medios de comunicación: el cine, el disco, la televisión. ¿Podemos mantener hoy en día tal certidumbre? Plantear así la cuestión, quizá, no designa adecuadamente la realidad de nuestro presente caracterizado por una nueva técnica y forma de inscripción, difusión y apropiación de los textos, ya que las pantallas del presente no ignoran la cultura escrita sino que la transmiten y la multiplican.

Sin embargo no sabemos todavía muy bien cómo esta nueva modalidad de lectura transforma la relación de los lectores con lo escrito. Sabemos bien que la lectura del rollo en la antigüedad era una lectura continua, que movilizaba el cuerpo entero, que no permitía al lector escribir mientras leía. Sabemos bien que el códex, manuscrito o impreso, permitió gestos inéditos (hojear el libro, citar con precisión pasajes, establecer índices) y favoreció una lectura fragmentada pero que siempre percibía la totalidad de la obra, identificada por su materialidad misma.

¿Cómo caracterizar la lectura del texto electrónico? Para comprenderla, Antonio Rodríguez de las Heras formuló dos observaciones que nos obligan a abandonar las percepciones espontáneas y los hábitos heredados. En primer lugar, debe considerarse que la pantalla no es una página, sino un espacio de tres dimensiones, que tiene profundidad, y en el que los textos alcanzan la superficie iluminada de la pantalla. Por consiguiente y por primera vez, en el espacio digital, es el texto mismo, y no su soporte, el que está plegado. La lectura del texto electrónico debe pensarse, entonces, como desplegando el texto o, mejor dicho, una textualidad blanda, móvil e infinita.

Semejante lectura dosifica el texto sin necesariamente atenerse al contenido de una página, y compone ajustes textuales singulares y efímeros. Esta lectura discontinua y segmentada supone y produce, según la expresión de Umberto Eco, una “alfabetizazione distratta”, una lectura rápida, fragmentada, que busca informaciones y no se detiene en la comprensión de las obras en su coherencia y totalidad. Si conviene para las obras de naturaleza enciclopédica, que nunca fueron leídas desde la primera hasta la última página, parece inadecuada frente a los textos cuya apropiación supone una lectura continua y atenta, una familiaridad con la obra y la percepción del texto como creación original y coherente. La incertidumbre del porvenir se remite fundamentalmente a la capacidad del texto desencuadernado del mundo digital de superar la tendencia al derrame que lo caracteriza y así de apoderarse tanto de los libros que se leen como de los que se consultan. Se remite también a la capacidad de la textualidad electrónica de superar la discrepancia que existe entre, por un lado, los criterios que en el mundo de la cultura impresa permiten organizar un orden de los discursos que distingue y jerarquiza los géneros textuales y, por otro lado, una práctica de lectura frente a la pantalla que no conoce sino fragmentos recortados en una continuidad textual sin límites.

¿Será el texto electrónico un nuevo libro de arena, cuyo número de páginas era infinito, que no podía leerse y que era tan monstruoso que, como el libro de Próspero en The tempest, debía ser sepultado? O bien ¿propone ya una nueva forma de la presencia de lo escrito capaz de favorecer y enriquecer el diálogo que cada texto entabla con cada uno de sus lectores? No lo sé. Y los historiadores son los peores profetas del futuro. Lo único que pueden hacer es recordar que en la historia de larga duración de la cultura escrita cada mutación (la aparición del códex, la invención de la imprenta, las revoluciones de la lectura) produjo una coexistencia original entre los antiguos objetos y gestos y las nuevas técnicas y prácticas. Es precisamente una semejante reorganización de la cultura escrita que la revolución digital nos obliga a buscar. Dentro del nuevo orden de los discursos que se esboza no me parece que va a morir el libro en los dos sentidos que hemos encontrado. No va a morir como discurso, como
obra cuya existencia no está atada a una forma material particular. Los diálogos de Platón fueron compuestos y leídos en el mundo de los rollos, fueron copiados y publicados en códices y después impresos, y hoy en día pueden leerse frente a la pantalla. Pienso que tampoco va a morir el
libro como objeto, porque este “cubo de papel con hojas”, como decía Borges, es todavía el objeto más adecuado a los hábitos y expectativas de los lectores que entablan un diálogo intenso y profundo con las obras que les hacen pensar, desear o soñar.

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1 Aparece en los siglos XIV y XV —antes de Gutenberg— e implica la presencia dentro de un mismo libro manuscrito de obras compuestas en lengua vulgar por un solo autor (Petrarca, Boccacio, Christine de Pisan).

2 Surge entre los siglos II y IV. Es el libro compuesto de hojas y páginas reunidas dentro de una misma encuadernación.

Roger Chartier

Fuente: Milenio online.

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